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Casos como los de Gisèle Pelicot e Íñigo Errejón (que afortunadamente están siendo mediáticos, para que el problema deje de pasar desapercibido y la vergüenza cambie de bando) me estremecen porque demuestran que cualquiera de nosotros puede ser un agresor, que la violencia patriarcal es sistémica y se cuela en cada grieta de nuestra piel. Tenemos que revisarnos profundamente y educar a nuestros niños y adolescentes en una masculinidad saludable, que por supuesto existe, pero no se parece a lo que nos han vendido como «normal».
Debemos reinventarla, desde el cuestionamiento y desde el amor, desde el reconocimiento de lo que nos viene dado (tanto el privilegio como el veneno) y la traición a sus mandatos tóxicos. Tenemos que ser buenos hombres. Porque me niego a creer que no puede haber buenos hombres. Cada niño es una vida inocente, una oportunidad de sanar este mundo herido, pero también un soldado en ciernes, recibiendo desde el momento en que es leído y socializado como varón las llamadas y llamaradas del patriarcado. Los premios de la supremacía masculina y los castigos del macho obligado. Una cesta agridulce, como sabemos quienes no encajamos en la estrecha norma cisheteropatriarcal y salimos de la masculinidad hegemónica (nuestra naturaleza, marica, ingenua, una bendición). Ojalá salir de ahí cada día más, ya desde un plano consciente, eligiendo construir algo mejor, más sincero, amable y real.
¿Cómo ser hombre y que todo lo que está pasando —de lo que nos estamos enterando— no nos haga preguntarnos seriamente por nuestro lugar en el mundo? Por cómo y desde dónde nos relacionamos, por cómo consumimos cuerpos/porno (y somos consumidos), por las ideas en las que nos han socializado como chicos sin que nos diéramos cuenta, pero que ahora, como adultos, podemos y debemos revisar.

Veinte años juntos. Bodas de aluminio o de porcelana, según se cuente. Hoy nos separa un océano. Echarse de menos siempre funciona y endulza. Escribo desde Chile, donde es invierno en verano. Luego está Galicia. Un futuro posible. Nos une la nueva vida, fulgurante y creciente. Xor significa serenidad de espíritu. Nuestro bebé que ya no es bebé, que ya no cabe en la mano. Es lo más importante protegerle y quererle, por encima de sueños viejos, de el uno y el otro. La aternidad nos ha conmovido y removido. Ya no somos los mismos, y creo que por fin lo empiezo a aceptar. En eso, también hay algo que se fortalece. Nos hicimos mayores en este tiempo compartido. La enfermedad y el deterioro se asoman ya. Canas bonitas, caras cansadas, seguimos aquí. Estamos lejos pero estamos juntos. Y nos queda mucho por vivir. Nunca quise depender de nadie hasta que le conocí. Y ahora, mírame. Completamente comprometido. Vulnerable y orgulloso. Me seguimos gustando. Un nuevo sueño: el de hacernos viejos. Aprender a disfrutar la parte que queda. Ver crecer a nuestra criatura, que tiene dos padres increíbles e imperfectos. Vivir muchas cosas por primera vez. Aprender a navegar los obstáculos. Hoy estoy triste pero tranquilo, pensando en que me gusta hacernos mayores juntos. Sabiendo que cada día queda menos para abrazarnos los tres.










Mi primera marcha del Orgullo LGTBI+ en Latinoamérica. Mi primer paseo por Santiago de Chile, caminando por donde reinan los coches. Disidencias donde reina la norma. Multitudinaria, reivindicativa, amable, diversa, caótica, sucia y maravillosa. Me emocionó ver no una sino varias pancartas y agrupaciones de personas dando «abrazos de mamá y papá». Si eres LGTBI+, esto resuena de una manera que es difícil de explicar. Entre el humo y el ruido, las reinas y los furries, las proclamas y las plumas, me sentí extrañamente bienvenido a este lugar tan lejos de mi hogar, y de mi familia. Smog and rainbows.



Cuando era joven, creía que era apolítico. Pensaba que gobiernos, políticos y elecciones no tenían nada que ver conmigo. Que era todo demasiado complicado y corrupto, que era mejor vivir al margen —como si eso fuera posible—. Se me adoctrinó en la desidia.
El hijo pequeño de cuatro en una familia conservadora —el pequeño, el maricón y el raro, me hicieron saber— mis opiniones, valores e ideales eran ridiculizados. Siempre ingenuos, incluso absurdos. Yo no entendía, no tenía puta idea, me hacían saber. A la vez, mi padre entregaba a madre y hermanes sobres cerrados con el ppartido de su elección para las urnas, y obedecían ciegamente. Recuerdo no querer votar, pensar que aquello era una pantomima. ¿Cómo no iba a pensarlo? Pero nunca acepté sus sobres cerrados. Algo intuía, desde esa ingenuidad tan mía. La de imaginar, necesitar, que otro mundo fuera posible.
Durante demasiados años permití calar en mí ese discurso, el de que la política no tenía nada que ver conmigo. Un colegio neoliberal, valores como la competitividad, la obediencia y la sed de acumulación produjeron sus efectos. Adormilarme. El mundo, su mundo, me hizo creer que no tenía criterio, voz ni voto. Qué salvajada enseñarle eso a alguien joven. Invitarle a que esa sea su visión del futuro. Fábricas de robots.
Por eso no creo una palabra, hoy, cuando se desacredita a la juventud. Cuando les acusan de no tener valores, criterio o sueños. Cómo se atreven a proyectar, sobre quienes están aprendiendo, su cinismo y su atrofia. Siempre habrá esperanza en el futuro, porque siempre habrá disidencia. Siempre nacerá una criatura del revés. Bendita sea su gracia.
Ahora sé que soy una persona política. Me afecta el dolor innecesario, y quiero contribuir a que cambie. Necesito intentarlo. Aunque siga sin creer en la palabra de «los políticos», sé lo importante que es votar. Nunca me sentí tan politizado como ahora y es gracias a lo que he aprendido del feminismo, antirracismo, anticapacitismo, la lucha y la historia LGTBI+, los activismos y la justicia social. Escuchar el dolor, conocer el pasado, me ha salvado de la indiferencia. Me ha recolocado en el lugar que siempre me había correspondido. Despertar.

Clavel blanco, rosa pitiminí naranja, clavelina melocotón, anastasia blanca.